La Asamblea diocesana es la oportunidad que Dios nos da para descubrir de nuevo el evangelio. Y pide que nos dejemos tocar otra vez por la Palabra de Jesucristo. No pretende constituir charlas de salón para entretenerse y pasar el rato. Se trata de movilizar las fuerzas y los recursos de la comunidad diocesana para ponerlas al servicio del anuncio del Reino de Dios. La Asamblea nace desde el origen con una renovada vocación misionera.
En nuestra sociedad se oyen voces que señalan que la religión es un asunto privado. “Cada cual es libre de creer lo que quiera, pero en su casa. No tiene porqué traer sus creencias al espacio público”, se escucha con cierta frecuencia. Como si lo público fuera un espacio neutro y aséptico, ajeno a cualquier idea y opinión. Pero si precisamente está formado por la comunicación, el intercambio de ideas, el diálogo y el debate.
Los cristianos no deberíamos consentir que se nos recluya a lo privado. Si así lo permitiéramos la Iglesia dejaría de serlo para constituirse en un club o en una asociación de aficionados. Pero así no la pensó Jesús cuando anunciaba el Reino de Dios. Él habló del grano de mostaza, de la luz del mundo, de la sal de la tierra. La Iglesia no es un club privado. Es un movimiento al servicio del Reino de Dios en el mundo. El Espíritu no edifica la comunidad cristiana para sí misma, sino para continuar llevando a la humanidad el mensaje de amor que Dios nos dirigió en Cristo Jesús. Por eso, no podemos permitir que nuestras mejores fuerzas y energías se utilicen para levantar un espacio confortable en el que recluirnos. Las debemos utilizar para cooperar en la construcción de la ciudad común. Y debemos hacerlo sabiendo que los cristianos debemos al mundo la verdad del evangelio. La Iglesia no debería dar al mundo más ‘mundo’ y a la tierra más ‘tierra’ sino la fuente de vida que es la Palabra de Dios.
Hace algunas décadas la fe cristiana y la pertenencia a la Iglesia eran una evidencia en nuestra sociedad. La cultura ambiente se correspondía en gran parte con los valores y los criterios de la fe cristiana. Las cosas han cambiado mucho. Entre la cultura ambiente y los valores de la fe la distancia es cada vez más grande. Nuestra sociedad y nuestra cultura se alejan del evangelio. Y las comunidades cristianas corren el peligro de quedarse aisladas y encerradas en sí mismos. Es tiempo de salir y de sembrar. Para ello necesitamos aprendizaje y entrenamiento. Las acciones que se proponen tratan de prepararnos para salir al encuentro de los otros. El Espíritu de Jesús, que vive en su Iglesia, nos irá diciendo cómo hacerlo. Dejemos conducirnos por Él.
Ricardo de Luis Carballada, OP.
