La cruz puesta en el centro hace gravitar todo hacia ella. Ya sea en el centro de la Tierra, en el centro de la Iglesia, en el centro de la historia o en el centro de la fe. Y todo se armoniza en torno a su atracción irremediable con un movimiento alegre y entremezclado, lleno de vida y de colores. Y así quieren armonizarse y relacionarse las parroquias, las comunidades, los movimientos… que componen nuestra Diócesis. Sean de extensión grande, mediana o muy pequeña; de color rojo, verde o amarillo; con sitio en la urbe, en el alfoz o en la campiña…
La Iglesia diocesana entera, alegre y soñadora, se pone manos a la obra para re-novar el corazón y la mente de las personas, para re-crear la vida celebrativa y apostólica de la comunidad, y para re-formar los medios y estructuras que sostienen la evangelización. Estamos en camino y trabajamos en asamblea. Se trata de una nueva salida, de una transformación misionera. Por eso es necesaria la mesa, resaltada de la misma manera que la cruz; porque también, puesta en el centro de la vida y de la marcha, hace posible la comunicación y la comunión con las que re-tomar fuerzas para la aventura.
Sacar adelante esta empresa puede parecer tan dificultoso como tejer un encaje de bolillos o enhebrar la filigrana de un botón charro. Pero en su imposibilidad aparente estriba la belleza del resultado final. Porque llevar a buen término una Asamblea diocesana será cosa, sin duda, de aquel mismo que ha sugerido comenzarla: el Viento recio y el Fuego vivo que nos empuja para hacer esta apasionante travesía.